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VILLA ELISA
20-02-2008

VILLA ELISA Y SUS RECUERDOS REFLEJADOS EN CLARÃN

(Villa Elisa al Dia)

Nuevamente nuestra querida Villa Elisa, se vio reflejada a través del sitio digital Clarín.com y como no podía ser de otra manera Adolfo Santos Barbieri fue el gestor de esta nueva publicación. Adolfo esta radicado desde hace mucho tiempo en Río de Janeiro (Brasil). Acá compartimos sus recuerdos que hablan de nuestros carnavales de antaño.

Anoche fui al “sambódromoâ€, aquí, en Río de Janeiro, donde vivo actualmente. Desde las tribunas de la Avenida Marqués de Sapucaí asistí a uno de los mayores espectáculos del mundo: el carnaval de Brasil. En medio del desfile de las riquísimas “escolas de sambaâ€, con cuatro mil o seis mil integrantes, con baterías formadas por reconocidos músicos, esculturales pasistas vestidas con minúsculas ropas y grandes plumajes, seguidas de monumentales carros alegóricos. Entonces, se me cruzó la imagen de los corsos de Villa Elisa, allá en mi querida Entre Ríos. Fue inevitable sentir un poquito de pena al hacer una rápida comparación. Pobrecitos, pensé por un instante. Qué miserables que eran.

Pero, ¿es justa esa comparación? ¿Acaso lo que hay que considerar es sólo la fabulosa técnica, belleza y calidad, puesta al servicio de un evento de millones de dólares? Pensando bien, no exagero si digo que fui más feliz y sentí más emociones participando de los corsos de mi pueblo que desde la tribuna del sambódromo. No es que los fantásticos carnavales de aquí no merezcan ser admirados mundialmente, no es casual que sea el tercer espectáculo de televisión más visto en el mundo, perdiendo ese lugar frente a la apertura de los Juegos Olímpicos y la final de la Copa del Mundo. Pero estoy hablando de otra cosa: de vivencias y sentimientos.

Quizás sea porque mis recuerdos son de la infancia y en esa época de la vida el mundo se agiganta a dimensiones incontrolables, o porque mi participación era directa y no “desde la tribunaâ€, pero las sensaciones que guardo de aquellos “pobres corsos†de fines de los años cincuenta y comienzo de los sesenta me tocan más que cualquier desfile de carnaval que haya visto en los últimos tiempos.

El corso de Villa Elisa ocupaba apenas una cuadra, y a pesar del tamaño y de la falta de recursos económicos era uno de los acontecimientos especiales del pueblo. Cada año, se instalaba en la calle Emilio Francou, desde la esquina del Hotel Firpo hasta las puertas del Club Atlético, donde después de la medianoche comenzaría el baile.

El “espectáculo†empezaba a prepararse unos días antes. Funcionarios de la municipalidad se encargaban de extender de una vereda a la otra y en línea oblicua guirnaldas con luces de colores, que no eran nada más que lamparitas pintadas, pero que a la noche quedaban lindísimas. En el medio de la calle, cada 15 o 20 metros, eran colocados pequeños palcos de madera, para que una parte del público acompañase los acontecimientos con mejor visión, y a la vez servían para dividir la calle y convertirla en una avenida de dos manos por donde circularían las murgas, las mascaritas, la gente y los autos que se movían a paso de hombre.

Cruza del palco hasta el coche
la serpentina
nerviosa y fina;
como un pintoresco broche
sobre la noche
del Carnaval.

Al llegar la noche comenzaba el show. Se encendían las luces de colores y en medio de aquel olorcito a tierra mojada dejado por el paso del camión regador unas horas antes, comenzaban a llegar el público y los actores. Algunos vecinos se subían a los palcos para desde allí tirar serpentina y papel picado, otros daban la vuelta al “circuitoâ€, caminando o en auto, y muchos se quedaban parados o se ubicaban en las mesitas instaladas en la vereda para beber cerveza y gaseosas, mejor dicho bils, bebida sin alcohol que reinaba en la Villa, fabricada por la sodería de los Marteen.

Las murgas, grupos de 15 a 20 muchachones, sólo contaban con tambores, que en la mayoría de los casos eran fabricados por ellos mismos, maracas hechas con latas conteniendo arroz o maíz, alguna pandereta, el “peineâ€, que bien tocado sonaba bonito, y los infaltables pitos. Por eso, lo que más marcaba su presencia no era la musicalidad y sí el entusiasmo y la alegría de cantitos picantes. La mayoría de los refranes envolvían a “un viejo y una vieja†que el cantante colocaba en situación delicada (sentada en un hormiguero, estaban jugando al ludo…) y los integrantes del grupo cerraban el canto en coro: “se va el caimán, se va el caimán, se va por la barranquilla…†y ahí comenzaba otra vez la vieja y el viejo con una nueva historia.

Así, serpenteando y contorsionándose rítmicamente, marchaban presididos por un estandarte con el nombre de la murga. De la que más me acuerdo es de “Los petiterosâ€. Vestidos con ropas de seda colorida y brillante, en la cabeza un bonete con forma de cucurucho hecho de cartulina roja y un penachito en la punta con lunares y estrellitas de papel glasé. Así iban dando la vuelta y cantando simples estribillos. Claro que como no todo era gratis (ni en aquella época), de tanto en tanto paraban para “dedicar†algún cantito a los que bebían en las mesas, utilizando los nombres para cargar a alguno de ellos: “Jorgito vino de traje, y no se olvidó el sombrero y le hieden los sobacos, ¡como cuero en saladero!†O “Se va el caimán, se va el caimán… o Saúl de camisa blanca y una linda corbatita y los piojos en el cogote ¡le bailan La Cumparsita!†Al final, en medio de las carcajadas, venía el mangazo: “Pinocho vive en palacio, Alfredo en un conventillo, me disculparán señores, si le pasamos el platillo… se va el caimán, se va…â€. Y pasaban la gorra con las panderetas, juntando monedas que contaban con minuciosidad y entusiasmo para convertirlas casi inmediatamente en botellas que apaguen la sed de los murgueros.

Decime quién sos vos,
decime dónde vas,
alegre mascarita
que me gritas al pasar:
"¿Qué hacés? ¿Me conocés?
Adiós... Adiós... Adiós...

Otra atracción eran los disfraces. Algunos eran simples, hechos con ropa vieja, un gran sombrero y una máscara de tela con dos agujeros a la altura de los ojos, para ver, y un agujero a la altura de la boca para fumar o beber. De las máscaras salían voces chillonas y distorsionadas para evitar ser reconocidos. También había disfraces más elaborados. Por ejemplo, “El hombre a caballo†era uno de los que más me gustaban: el jinete cabalgaba al trotecito llevando una armazón de alambre enganchada en la cintura y cubierta con bolsas de arpillera, provocando un permanente movimiento de escarceo en la cabeza del animal, que era asegurada por un gran resorte que hacía las veces de cogote, lo que permitía un movimiento elegante y acompasado. “La vacaâ€, formada por dos hombres, uno agachado y agarrándose de la cintura del otro, tapados con una sábana y con una cabeza con cuernos, simulando el animal, era una verdadera atracción. A la vez, despertaba sensaciones de alegría y de terror. Provocada por la gurisada, la vaca iniciaba una persecución amenazando con inmensos cuernos, entre carcajadas y gritos de pavor de los más chiquitos. Otro destacado: “el giganteâ€. Con cajas de cartón se hacía una estructura alta con cabeza de trapo en la parte superior y dos agujeros en la caja forrada para poder ver.

Párrafo aparte merecen los monstruos gigantescos, imitando dragones y animales antediluvianos, que todos los años presentaba el “Colorado†Rivero y que causaban verdadera admiración. Todavía no sé cómo se las ingeniaba para fabricar aquellos bicharracos tan grandes y además hacerlos desfilar, claro que para eso se valía de alguien que iba adentro haciendo los mayores sacrificios, mientras que él se lucía como el domador de sus criaturas fantásticas.

Una de las cosas más divertidas eran las escenas de bailongos campestres que se montaban sobre la caja de un camión o en un carro tirado por caballos. Allí, decorado con ramas y guirnaldas de papel crepé aparecía un rancho, alguien tocando el acordeón y una pareja de paisanos bailando un chamamé en medio de los gritos desaforados del resto de los integrantes del carro que simulaban tomar mate o empinaban botellas de vino con apariencia de borrachos. Era tanta la alegría que provocaban que todo el mundo se reía y aplaudía estos verdaderos y primitivos carros alegóricos que parecían obras salidas del pincel de Molina Campos.

Y entre grito y risa,
linda maragata,
jura que la mata
la pasión por mí.

Lo otro era lo otro. La perspectiva de encontrar una novia o de “adelantar el trabajo†para el baile del Atlético. Las familias, caminando, riendo y divirtiéndose con timidez, a veces con pomos de plomo con agua perfumada. Algunos chiquitos disfrazados sintiéndose verdaderas atracciones. Los más audaces, burlando la prohibición de jugar con agua, escondían inmensos pomos de goma llenos de agua para pegar de sorpresa a las chicas que daban gritos de horror, pero que se sentían felices y orgullosas de haber sido elegidas para el juego. Y por fin “el Leroâ€. El querido Lero Sotelo, uno de los principales personajes del corso de Villa Elisa, que vivía y disfrutaba de los carnavales como nadie. Acosado por mascaritas que lo perseguían para provocarlo, aquellos tiradores, aquel sombrerito y aquellos ojos deslumbrados, aparecían y desaparecían en medio de una correría que lo conducía al ápice de su excitación.

Cerca de la medianoche la gente comenzaba desconcentrarse. Algunos hacia su casa a descansar después de tanta algarabía, otros a prepararse para el baile del Atlético. Por aquellas noches, el baile presentaba dos tipos de orquestación: la típica y la característica. En la primera, tangos, valses y milongas se sucedían sin interrupción. En la segunda, foxtrot, mambo, pasodoble, tarantela y marchitas de carnaval en los instrumentos de músicos como “Tiqui†Cáceres, Follonier, Zanardi, Sarrot o Crociniani animaban la fiesta hasta la madrugada.

¡Tu risa me hace mal!
Mostrate como sos.
¡Detrás de tus desvíos
todo el año es Carnaval!*

Como dicen algunos, “eran otros carnavalesâ€. Eran lindos, divertidos y nos llenan de nostalgia, pero es errado forzar comparaciones. Hoy la realidad es otra y nos impone nuevas formas, desde Río de Janeiro hasta Gualeguaychú, pasando por Corrientes. Lo que sí, en una época de tantas mentiras, falsedades y desvíos, lo que se mantiene permanente es que: “Todo el año es carnavalâ€.

Por Adolfo Santos Barbieri

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